Imagine
que usted posee una tienda donde venden lámparas y bombillas, que acaba de
realizar una serie de entrevistas de trabajo para contratar a un vigilante, y
que luego de conseguir a quien usted considera pertinente para desempeñar la
labor, tiene la obligación de celebrar una fiesta el día en que éste firmará el
contrato, fiesta a la que deberá invitar a varios otros vigilantes de la ciudad
que su nuevo empleado desee, y que además, debe sentarse a oír su discurso.
Por
más risible que suene el relato, nos debería llamar a la reflexión al saber que
es una realidad no ajena a nosotros. En sí, lo descrito es una analogía de lo
que se conoce como “toma de posesión”. Esa fiesta donde con absurda perplejidad
se idolatra al nuevo contratado, en la que él mismo se encarga de hacer la
lista de caprichos con los que quiere ser recibido, al igual que la lista de
homólogos invitados. Todo costeado por sus jefes, es decir, por los que a diferencia de
él, están aquél día trabajando, y a quienes un contrato no les representa un
bonche organizado por sí mismos para rendirse vítores por su elección, pero
pagado por otros.
La
toma de posesión del jefe del poder ejecutivo debería realizarse en las
inmediaciones de su oficina de trabajo, o en algún espacio del parlamento, sin
la potestad de llevar invitados para que le aplaudan u ofrezcan brindis. Una
cosa muy distinta sería que los medios de comunicación decidan en cumplimiento
con la apetencia de su público, grabar y transmitir el momento en el cual éste
asume sus responsabilidades.
Si
el recién electo como presidente quiere celebrar que tiene un nuevo compromiso laboral, para
así vanagloriarse y darse ánimos, está en todo su derecho, pero que lo haga desde
su propia casa, y gastando su propio dinero.
Por:
Diego Mendoza
Twitter:
@Diego_MenHer
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